martes, junio 22, 2010

de lo hermoso y contento

Paco Gómez Nadal, Diario La Prensa, Sección Opinión

“Tantas palabras escritas desde el principio, tantos rasgos, tantas señales, tantas pinturas, tanta necesidad de explicar y de entender, y al mismo tiempo tanta dificultad porque aún no acabamos de explicar y aún no conseguimos entender”. Se fue el maestro y se fue el alma. Es tan difícil escribir, tratar de entender, fisgonear formas de explicar cuando la palabra ha muerto…

Esta humanidad es tan contradictoria que lacera, tan compleja que es sencillo abandonarse y perder el eje… sin embargo, este hombre no lo perdió, jamás, y su carne ya putrefacta abona la tierra fértil de la hermosura, de esa parte de la humanidad que merece la pena, que nos reconcilia con lo que somos o, quizá, solo con lo que podemos ser.

En el último post de su blog, alguien por él –porque él estaba en la concienzuda tarea de morir– reprodujo un fragmento de una entrevista concedida hace tiempo: “Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía.

Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte”.

Qué hacer con este legado de José Saramago, cómo evitar que nos queme en las manos, cómo esquivar la mirada del espejo de la coherencia, cómo salvarse de su rabiosa manía de quitarnos la venda cada vez que preferíamos ser ciegos que ensayar a salir de la caverna… Nos falta pensar, decía, y yo pienso –o lo intento– de una en nuestro país y en el vacío de cerebro que habita en los salones del poder, de la grotesca patanería de los dueños de los votos y de la saña.

Pienso, insisto en pensar, en cómo puede esta humanidad ser tan ambivalente, tan poliédrica, tan endiabladamente contradictoria. Lo mismo pensé el pasado jueves cuando los segundos de vida acumulados me obligaron a ver a los grotescos y simióticos antimotines –armados hasta los dientes que no tienen bajo los cascos– provocando al pueblo que deberían defender; la rabia de imaginar al presidente y a su séquito deseando que volara una piedra para hacer añicos la paz social de cementerio en la que habitamos, pidiendo sangre para así justificar el miedo al otro, a los sindicatos, a la gente que defiende sus derechos.

Salí de la ratonera preparada por las autoridades en la Plaza Catedral orgulloso de hacer conocido los verdaderos zapatos de un pueblo que marchó en paz y de forma masiva. Y de ahí… la vida otra vez mostrándome las contradicciones… ay… Carlos Méndez, otra de esas flores preciosas que nace a la sombra de árboles que asfixian y ocultan, hace un concierto cargado de humanidad, de carne, de alma, de imágenes sutiles (regaladas por Ana Endara y otros artistas locales), de cierta rabia contenida y de mucha generosidad esparcida al viento como polen que no podía germinar en algunos de los funcionarios grotescos que se sentaban en primera fila –siempre buscan la primera fila porque es su única forma de existir–.

Puede parecer que una cosa no tiene que ver con la otra, pero… ay... tienen tanto, tanto que ver. Es complejo mantener el espinazo recto en este mar de contradicciones que es vivir. Pero el maestro lo logró. Salía de su refugio de Lanzarote, sigilosamente, con ese tono de voz pausado para hablar de solidaridad, de otro mundo, y de este pésimo mundo pésimo en el que ser optimista es un acto infantil, fútil, absurdo.

Sus palabras, como las notas de Carlos Méndez, como una pincelada bien dada o como una marcha donde la hermandad se podía respirar, son la cara decente de esta especie, las semillas que permiten seguir arando esta tierra fértil que empresarios y gobiernos quieren esquilmar y para continuar apoyando a las comunidades que son molestas para los explotadores que utilizan palabras de desarrollo para ocultar la sangre que van a derramar.

Saramago se despidió de sí mismo alguna vez, quizá sin saberlo. Es mi pequeño homenaje a la palabra hecha carne: “Me despido de los muertos, pero no para olvidarlo. Olvidarlos, creo, sería la primera señal de mi propia muerte. Aparte de ello, tras este viaje de escribir tantas páginas, he llegado a la conclusión de que debemos levantar del suelo a nuestros muertos, apartar sus rostros, ahora sólo hueso y cavidades vacías, la tierra suelta, y recomenzar a aprender la fraternidad por ahí (…) Me despido de los muertos así”.