martes, julio 20, 2010

el maltratador

Paco Gómez Nadal, Diario La Prensa, Sección Opinión

Acabo de golpearte. Es cierto que llevaba años maltratándote psicológicamente, insultándote en público y en privado, dejándote abandonada por meses en una especie de prueba de aislamiento, utilizándote para mi beneficio y solo mostrando tu cara linda cuando tenía que presumir de físico.

Esos años han sido beneficiosos para mí y para mi entorno. Nos hemos aprovechado de tu silencio, de tu terca manía de respirar a pesar de la química represión a la que te exponía.

Pero acabo de golpearte.

Lo he hecho con la violenta fuerza del desprecio, con el puño cerrado, dispuesto a hacerte sangrar, a dejar de un lado el maltrato sin huellas y dejar tu cuerpo lacerado, retorcido, tan magullado que no te deje sentir el dolor del alma, ese que perdura por siempre, ese en el que la autoestima se resiente como un cartón en la lluvia.

Después de hacerlo me he comportado como todo maltratador que se precie, dispuesto a humillarte de forma sutil. Me he acercado a ti, te he dicho que lo siento, pero que me provocaste; te he dicho que me sobrepasé, pero que me llevaste al límite. También te he prometido comprarte un carro nuevo y que te voy a llevar a cenar a un bonito restaurante y que las próximas semanas todo será cariños y arrumacos. Así es el ciclo del maltrato.

Es indignante, ya lo sé. Porque el hecho de que te haga regalos ahora o de que te bese en público de manera sobreactuada no significa que no te vuelva a golpear, sino que estamos consolidando esta relación de subordinación, de esclavitud sin papeles, de codependencia enfermiza. Nuestro entorno es cómplice, por supuesto. Todo el mundo ve el maltrato, los vecinos, los policías de turismo que rondan nuestra casa… pero todos callan. En los pasillos bochinchean, comentan de tu desgracia, de mi arrogancia, pero las buenas formas sociales obligan a disimular. El fracaso de nuestra relación sería, simbólicamente, un fracaso de toda la sociedad.

Me preocupa que ahora se está poniendo de moda toda esa tontería de los derechos humanos y ese sentimentalismo barato de la protección de las víctimas. Tú no eres víctima. Te gusta en el fondo cómo soy, este carácter de macho, esta capacidad de decidir errores y luego buscar aciertos para taparlos, este control de la situación que me gusta aparentar. Y si algún día me denuncian esos flojos chillones, yo me defenderé con habilidad, quizá alguna lágrima en público, quizá una reforma espectacular en nuestra casa para que el público diga: “el tipo es estupendo, reconoce sus errores, trata de mejorar, de cambiar”. Lo que no saben es que para los maltratadores no hay cambio, solo fases. Montados en la montaña rusa bulímica de nuestro ego, terminamos las jornadas agotados por el vaivén de nuestro carácter, por esta terca y errática forma de actuar.

Estamos enfermos. Entiéndeme, no me quiero justificar ni disculpar de más, pero lo cierto es que los maltratadores somos enfermos. Al igual que los políticos se enganchan al poder, los coquetos a los espejos o los piedreros a esos restos de psicotrópicos contaminados, los maltratadores necesitamos a nuestra víctima para alimentar nuestro ego. Necesito saber que dependes de mí, que puedo desatar la ira de mi puño y que al final, por mucho que chilles o patalees, te controlaré. Me dejarás alguna herida, arañazos en esta dura epidermis que me cobija. Yo, sin embargo, sé como hacerte daño en lo más profundo. Tengo miedo de que un día te armes de valor y me eches, pero siento que para eso falta mucho, demasiado como para que yo te agarre temor real.

Así que, amor, solo disfruta estos fugaces regalos postraumáticos, quédate con el caviar y las caricias y trata de olvidar las patadas en tu espalda o los puñetes en tu cabeza. Seamos felices en estas horas y evita provocarme, ya sabes que mi paciencia y mi amor tienen sus límites.

[Carta desde el Palacio de las Garzas a la provincia de Bocas del Toro]